domingo, 29 de junio de 2008

Allende

Allende

Carlos Pe챰a

Visto a la distancia, el Chile de los sesenta resulta inveros챠mil. Para advertirlo basta un dato: cuatro de cada diez j처venes chilenos lograban ingresar entonces al liceo y apenas un pu챰ado de ellos consegu챠a terminar el ciclo de la ense챰anza secundaria. De 챕stos, por su parte, un 챠nfimo pu챰ado logra hacerse de un cupo en la universidad: menos de cinco por cada cien. Los ping체inos -los escolares como multitud- entonces no se conoc챠an. Casi ninguno hab챠a alcanzado siquiera a pisar un colegio.

Y eso que suced챠a en educaci처n, ocurr챠a tambi챕n en salud y en vivienda.

En una palabra, la desigualdad de la que hoy d챠a -con raz처n- nos quejamos no exist챠a. Hab챠a algo a첬n peor: exclusi처n. Grandes sectores de la sociedad puestos al margen del sistema productivo, de la industria cultural, del sistema escolar.

En suma, la estructura productiva era incapaz de incorporar a amplios sectores.

Al lado de ella, sin embargo, seg첬n sugiri처 alguna vez An챠bal Pinto, hab챠a un sistema pol챠tico incluyente y amplio que estimulaba las expectativas de todos.

Es lo que salta a la vista cuando uno se detiene a mirar los rastros y las huellas de esa 챕poca. Multitudes cuya pobreza parece entrar en contradicci처n con el car찼cter de sujetos colectivos, que, al mismo tiempo, son capaces de exhibir. Como si en el Chile de los setenta el reino de la necesidad fuera a parejas con el de la libertad. Como si el programa de Hegel -la masa convertida en sujeto- se hubiera cumplido de una vez por todas.

Esa es la escena a principios de la segunda mitad del siglo pasado. Una estructura productiva que dejaba al margen a grandes mayor챠as, y un sistema pol챠tico, que, en cambio, las inclu챠a y les permit챠a expresar sus demandas. Una estructura de producci처n que rehusaba a muchos incluso la condici처n de explotados, pero que conced챠a a todos la condici처n de sujetos part챠cipes de un destino com첬n.

Es en medio de esa escena -esa contradicci처n- que se forja la figura final de Salvador Allende.

Él pensó que era posible modificar de manera radical esa estructura productiva sin sacrificar un ápice las rutinas, demasiado expansivas, del proceso político. Hacer cambios, que en otras partes se habían logrado a sangre y fuego, a punta de votos. En una palabra, transitar al socialismo, la igualdad en su máxima expresión, con las armas de la democracia. Todo un desafío: hacer algo que los clásicos del marxismo -fieles a una teoría violenta de la historia- habían rechazado una y otra vez. Fue la revolución de las empanadas y del vino tinto.

Al perseguir ese objetivo en apariencia insensato, Allende mostraba las características de un político de excepción, capaz de adherir, con el mismo énfasis y pareja sinceridad, a objetivos en apariencia inconsistentes: el logro de la igualdad en su máximo nivel y, a la vez, el respeto por la diferencia que exige la democracia. Él representó -mirado a la distancia no es poco- una radical voluntad de cambio con una insobornable voluntad democrática. Se apegó a las rutinas, a los modales y a las costumbres de la democracia con el mismo entusiasmo con que abrazó el deseo de igualdad para las mayorías entonces excluidas.

Un pol챠tico capaz de dejarse llevar por esas ideas, que sabemos opuestas, y usarlas para seducir a otros, es una muestra de voluntad excepcional, una voluntad que s처lo tienen los santos y los h챕roes. Una voluntad que hoy -cuando la pol챠tica o se confunde con el narcisismo o con un trabajo alimenticio- parece una rareza.

Allende quem처 as챠 los 첬ltimos cartuchos del estado de compromiso que rigi처 los destinos de Chile entre el a챰o 1932 y 1973: un arreglo social en el que las capas medias se hac챠an del Estado y arbitraban, mediante m첬ltiples mecanismos -que iban desde el cabildeo en los pasillos del Congreso a la negociaci처n en La Moneda- los conflictos sociales.

Allende fue, al mismo tiempo, la culminaci처n de ese estado de compromiso y la entrada en el umbral de su fracaso. Como 챕l dijo, con la lucidez de los condenados a muerte, se trataba de un tr찼nsito hist처rico.

Y enfrentado a 챕l pag처 con su vida.

Hay varias formas de empalidecer la figura de Allende y se han ensayado casi todas. A su preocupaci처n por la igualdad, se opone su frivolidad de burgu챕s insustancial; a su riguroso apego a la democracia, su apoyo a los movimientos insurreccionales; a la expansi처n del consumo que alcanz처 su gobierno, la escasez dram찼tica que padeci처 el tercer a챰o; a la valent챠a de sus horas finales, la amargura del suicidio; a la conciencia hist처rica que exhibi처, el narcisismo de sus relaciones privadas.

Todos esos intentos son pueriles -no hay un gran hombre que a la mirada del burgu챕s no parezca un amasijo de contradicciones- y ninguno de ellos lograr찼 hacer olvidar que Allende dej처 la valla a una altura que ninguno de sus contempor찼neos, ni nadie hoy d챠a, alcanza.

Ni de lejos.

El Mercurio, domingo 29 de Junio de 2008

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