martes, 22 de julio de 2008

Recuerdos de la infancia y juventud.

Queridos Lumumberos !

                                         No es fácil a veces no ser rencoroso con los “amigos” de la infancia o juventud. Llegué a Chile en el 2004 y no pude resistir visitar mi ciudad natal Chillán. Apacible, como de costumbre, con el aire provinciano que siempre la caracterizó, pero próspera, dentro de todo lo que esto puede significar. Mario estudió conmigo en el liceo hasta terminarlo, pero su principal meta era llegar a ser oficial de la escuela de carabineros de Chile. Su padre fue sargento, pero nunca dejó de quejarse por los bajos salarios y los turnos de noche que lo volvían loco. Mario no quería ser “paco raso”, como decía, sino que llegar a ser oficial para vengarse de todos los atropellos que había sufrido su padre en todos estos años de servicio. Su hermana Margarita, una chiquilla 5 años mayor que él y yo, pero que de vez en cuando me animaba a ser algo más que el amigo de su hermano menor. Me faltó el coraje para abordarla o simplemente no había lugar en aquel momento para romances complementarios. Se había quedado en su casa después de terminar el liceo para cuidar a su madre, que sufrió a temprana edad un accidente cerebral. A pesar de las altas calificaciones que siempre recibió en el colegio, era impensable que su hermano asumiera el trabajo que demandaba la enferma y entregarle el lugar para seguir estudios. Una vez regresado de la Unión Soviética, pasé por su casa en una población distante del centro de Chillán que encontré a duras penas. No era solo la memoria que me estaba fallando, sino que los recuerdos se confundían con las nuevas calles y edificaciones de sus cercanías. Todavía el mundo estaba en su lugar acostumbrado, entre necesidades insatisfechas  y esperanzas sin fundamento. La madre de ambos hab챠a muerto durante mi estada en la URSS y guardaban la carta de condolencias que les enviara en 1969. Margarita se hab챠a casado con un carabinero amigo de su padre, pero el matrimonio apenas sobrevivi처 para que nacieran dos hijos. Luego el compadre  fue delegado a una tenencia en Coyhaique, donde murió de tanto ponerle entre pera y bigote para enfrentar los fríos australes. Margarita asumió la responsabilidad de sacarlos adelante, haciendo de tripas corazón y haciendo funcionar un telar que le dejó una de sus tías. Mario efectivamente era oficial de carabineros. No fue posible vengarse, como lo tenía planeado, pero una vez consumado el golpe militar en Chile, se dedicó a perseguir “upelientos” y a todo aquel que hablara de socialismo, según decía. Mario llegó a general, pero cuando lo encontré en la plaza de Chillán, había jubilado hacía un par de meses por razones que nunca pude enterarme. Su explicación fue confusa y llena de nombres que escuchaba por primera vez. Estaba arrepentido de muchas cosas que sucedieron durante la dictadura, decía. Si bien siempre fue comandado a otras regiones del país para evitar las venganzas, no menos cierto que vivía bajo constante asedio de las salvajadas que le habían tocado vivir. En cada esquina había alguien que lo esperaba para cobrarle cuentas, se imaginaba. Nunca mató a nadie, dijo tras mi pregunta, pero que tenía los ojos clavados de las personas que esperaban ser fusilados o torturados, desprovistos de cualquier culpa, pero también de esperanzas de humanidad y de clemencia. La cobardía de carabineros y oficiales era permanecer en secreto hasta para los subalternos, relataba. Solo ahora entendía a “los caras pintadas” de sus superiores, en su mayoría soldados y oficiales de las fuerzas armadas regulares. Lamentaba no haber echo lo mismo. Relató la muerte de un compañero del liceo de apellido Espinoza que no pude recordar. Fue sorprendido en una imprenta clandestina del FTR, pero asegura que se encontraba en el recinto de pura mala pata. Llegó para llevar a su hermano menor antes que terminara el toque de queda en su bicicleta. El hermano salvó con vida. Aterrizando más tarde en la isla Quiriquina, pero nuestro compañero del liceo lo subieron a un camión de un hacendado de la zona y más tarde fusilado a orillas de un barranco en la cercanía de la célebre cueva de los hermanos Pincheira. Dijo que no era hombre de testimonios póstumos, cuando lo animé a que lo hiciera en la iglesia católica de la ciudad o en otra entidad similar. La única posibilidad que pudo haber concebido en algunos instantes, era haberse rebelado y ponerse de partes de los martirizados, señaló. Pero dijo que le faltó el coraje y las ganas de defender banderas extrañas. Conversamos largamente sobre los “upelientos”, como seguía llamándolos. Al final lo convencí que era su conciencia la que lo esperaba en cada esquina. Que se podía estar de acuerdo o en desacuerdo en política, pero llegar al extremo de eliminar físicamente a los adversarios,  era fascismo puro. Mario estaba convertido en un zombi, diferente al compañero dicharachero de otros tiempos. Los sueños de jóvenes en las campañas políticas que compartimos, se habían esfumado irremediablemente. Me invitó a su casa y me encontré nuevamente con Margarita. Una señora regordeta de muchos años, que no había rescatado absolutamente nada de su belleza natural de aquellos tiempos. Cuando le conté que había estudiado en la Unión Soviética y que había sobrevivido la asonada sin un rasguño físico, su respuesta fue lapidaria : ¡ pero si ese país no existe !, soltando una carcajada artificial que terminó en tosidos asmáticos. Me fui de la población Santa Elvira sin mirar hacia atrás y para nunca más volver. Perdí un amigo a lo mejor porque estaba en la trinchera contraria o porque había sido presa de los fantasmas que se sembraban en las fuerzas armadas y de carabineros durante la preparación de la asonada. Dijo que jamás había intercedido por conocidos o amigos. “-Mi profesión tenía que ver con la justicia y el bien común”- alcanzó a decir. “- Los grupos armados  terroristas estaban en otro mapa y en otro mundo”-. Me habría gustado despedirme de otra manera de mis nostalgias estudiantiles. Margarita guardaba silencio como siempre, pero encogiendo los hombros, me dijo que me olvidara del Chile de entonces. - Ahora se trata del Chile que guarda silencio-, concluyó. –Debe tratarse de una vergüenza colectiva de los autores materiales e intelectuales de los crímenes-, alcancé a decir, antes de coger mi maletín y acercarme a la puerta de salida.

En mis viajes posteriores a esa fecha, paso directamente a San Ignacio. Allí el silencio es otro. La mayoría de los ayudantes voluntarios del golpe pasaron a mejor vida. Los nuevos habitantes de mi pueblo apenas recuerdan el golpe militar. Sus padres tampoco les contaron mucho de los acontecimientos. En una de esas para protegerlos de cualquier cosa o porque los acontecimientos los comprometían de alguna manera. Mario, mi compañero de aulas de mi juventud, dejó de existir en mi recuerdo. Su esposa, una “paquita” muy simpática, según la fotografía en un mueble del comedor, se encontraba de servicio en la ciudad y llegaría solo con la penumbra. Seguro que Mario aún la piensa dos veces antes de doblar alguna esquina de Chillán, aunque las tropelías las haya vivido (o cometido) en otros sitios. Merecido se lo tiene, a lo mejor. Un abrazo, con la fraternidad de siempre.

Ren챕

Alemania, 22.07.2008.-

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