lunes, 24 de septiembre de 2007

El "Castillo" de Neruda en Francia

 

El poeta c챠clico en Normand챠a, por Jorge Edwards
Pablo Neruda a los 100



Pablo Neruda. Dibujo de Grau Santos

Pablo Neruda llegó enfermo a ocupar su embajada en París en los primeros meses de 1971, en los comienzos del gobierno de Salvador Allende. A pesar de la ideología, de la militancia, de las celebraciones oficiales, no era optimista. Sentía que el mal que minaba su salud tenía una relación enigmática con la crisis galopante de la política chilena. Veía que la situación internacional era extremadamente peligrosa y que la división profunda de la sociedad podía desembocar en una guerra civil. No olvidaba su experiencia española y a veces la comparaba con la del Chile de entonces. En sus primeros tiempos, presentarle credenciales al presidente Pompidou, visitar a sus interlocutores franceses, iniciarse en las tareas de una gran embajada, fueron novedades estimulantes. Participaba en los ritos, en las ceremonias, en los besamanos, con su humor habitual. Una vez me propuso, por ejemplo, ponerle notas de elegancia a los embajadores. Ganó el de Kuwait, que solía vestirse con un traje de las mil y una noches, y no anduvo lejos el de Suecia, muy parecido, según el poeta, a un “pije del Club de la Unión de Santiago”. Pero había ocasiones en que las dificultades de Chile lo deprimían, y en que las servidumbres del cargo se le volvían pesadas. Cuando supo que había recibido el Premio Nobel, me pidió que lo acompañara a comprar una casa en Normandía.

Ocupamos en la búsqueda una mañana larga, y al final, cuando estábamos a punto de desistir, el poeta encontró la casa perfecta: un viejo aserradero transformado en vivienda en el pueblito de Condé-sur-Iton. Le dije de inmediato que había elegido una casa de Temuco, la ciudad del sur de Chile donde pasó su infancia y su adolescencia. Era un gran espacio lleno de madera, con paredes de troncos, rodeado por una pradera verde, acuática, boscosa: la selva austral en Normandía, un lugar para recordar los orígenes. El poeta, permanente nominador, lo bautizó como “la Manquel”, que en lengua araucana significa águila. Temuco estaba en la frontera con la Araucanía, región no dominada por el hombre blanco hasta finales del siglo XIX, muy poco antes de la llegada de su familia. Se producía así un regreso simbólico, una vuelta al pasado en un momento extremo de su vida.

Uno pod챠a preguntarse si el poeta se daba cuenta de este car찼cter c챠clico de su llegada a Cond챕. En cualquier caso, no perd챠a el humor, la broma, el car찼cter l첬dico de cada situaci처n. Los senadores de la derecha acusaron al poeta de haberse comprado un castillo, una mansi처n de millonario, y el tema, cuando todo pod챠a transformarse en conflicto, agarr처 inesperada fuerza. Hab챠a un magn챠fico castillo renacentista a un costado de la Manquel, y alg첬n periodista de paso hizo una confusi처n deliberada. Lleg처 en esos d챠as el Ministro de Relaciones de Allende, Clodomiro Almeida, y Neruda organiz처 una broma con la mayor minucia. Conduje al ministro y a su secretario a un almuerzo en la casa de Cond챕 y entr챕 primero, siguiendo la broma, por la entrada de honor del castillo. Al ministro, que hasta ah챠 conversaba en forma animada, se le entr처 el habla. Sal챠 despu챕s del fastuoso parque y el poeta, en la puerta de la Manquel, celebraba la broma con la alegr챠a de un ni챰o.

Neruda siempre volvía al punto de partida, era un viajero inmóvil, como lo definió el crítico Emir Rodríguez Monegal. A veces sospecho que veía la muerte como regreso definitivo. En sus días de Condé solía recorrer en automóvil, en el asiento del lado del conductor, la extensa planicie. Esos recorridos inspiraron uno de los poemas mejores de su etapa final, El campanario de Authenay. Authenay y Condé-sur-Iton no estaban lejos de Illiers, el pueblo donde transcurre parte de la obra de Marcel Proust. Parece un novelista de las antípodas de Neruda, pero el poeta había leído su novela muchas veces. Ahora descubría los campanarios dispersos “en la estación color de lluvia” que había encontrado mucho antes en las páginas proustianas. Y se agregaba un balance vital, casi un remordimiento, algo que venía de su infancia: no había sabido construir nada sólido, permanente, como los normandos que habían levantado ese campanario y después, hacía largo tiempo, se habían ido. “Ay lo que traje yo a la tierra / lo dispersé sin fundamento, / no levanté sino las nubes...”

Al regresar a Chile, el poeta enfermo tenía la clara sensación de haber malgastado dos años en la diplomacia. Sentía que los problemas diplomáticos también eran como las nubes, el humo, el vacío. Salía de la naturaleza, de los bosques y los mares de sus orígenes, llegaba al Extremo Oriente, a las llanuras normandas, a las laderas de los volcanes mexicanos, y siempre regresaba. El sentimiento de la naturaleza fue el gran elemento unificador de su poesía. Incluso veía a la mujer como naturaleza, como paisaje. Me llamó a París desde el único teléfono que había entonces en Isla Negra y me dijo, con voz todavía animosa: “Vente. El mar está maravilloso”. Fue, a través de interferencias, de ruidos mecánicos, lo último que le escuché. El poeta cíclico, el viajero inmóvil, regresaba de sus dominios dispersos, y ahora para siempre.


 

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